Más
que atender a dogmas o principios constitucionales supuestamente
imputables al federalismo, en la organización política de la ciudad de
México se tiene la necesidad de resolver problemas específicos de
carácter político, financiero, administrativo o urbano. En el debate y
las soluciones adoptadas con respecto al gobierno de la ciudad de México
se pueden distinguir tres grandes etapas. La primera, de 1824 hasta la
última década del siglo XIX, en la cual el problema a resolver era la
dependencia que los poderes federales tenían con respecto a los ingresos
fiscales provenientes de la ciudad de México; o el gobierno federal
controlaba la ciudad de México o ponía en riesgo su fuente más segura de
recursos económicos. Una segunda etapa existe de finales del siglo XIX
hasta los años setenta u ochenta del siglo XX, a lo largo de la cual el
problema de necesidad de recursos económicos se invirtió, ya que fue
creciente la dependencia de la ciudad con respecto a los recursos
fiscales del gobierno federal; el crecimiento de la demanda de servicios
e infraestructura absorbió muchos más recursos fiscales de los que el
gobierno del D. F. y sus ayuntamientos podían captar. Y, por último, la
etapa actual, la cual se inicia a finales de la década de los años
sesenta, cuando la ciudad no sólo se hace compleja, plural y se
consolida como un bastión de oposición al régimen priísta, sino que
tiene que enfrentar la necesidad de financiarse con sus propios recursos
y aportar a la Federación más de lo que de ella recibe; a partir de lo
cual, comienza a modificarse la concepción constitucional del D. F. que
tradicionalmente se había impuesto y comienza a abrirse paso a la
redefinición de las relaciones políticas de esta entidad federativa con
el gobierno federal y a la construcción del gobierno representativo
local.
A lo largo de estas tres etapas, en los momentos
clave de la discusión sobre la organización política del D. F. mexicano,
el debate se ha centrado en cuatro temas básicos: la extensión
territorial del D. F.; los derechos políticos locales de sus habitantes;
la definición de sus relaciones políticas con los órganos de gobierno
de la Federación, particularmente con el Congreso y con el Ejecutivo, y
por último el carácter representativo y grado de autonomía, tanto del
gobierno propio del D. F. como del de sus unidades territoriales.
En la Constitución federal de 1824, se facultó al
Congreso para establecer la sede de los poderes federales y para que
ejerciera en ella las atribuciones de Poder Legislativo local. El debate
de entonces se centró fundamentalmente en ¿cuál debía ser el lugar sede
de los poderes federales? y en las conveniencias e inconveniencias de
dar al país una organización política federal. La forma de gobierno que
debía tener la capital de la República se estableció por medio de un
decreto del Congreso, promulgado por el presidente, en el que se
estipuló que: la ciudad de México sería el Distrito Federal; el gobierno
"económico y político" del Distrito quedaría bajo jurisdicción del
gobierno general; éste designaría un gobernador interino; en las
elecciones de los ayuntamientos y pueblos comprendidos en el D. F. se
aplicarían las leyes entonces vigentes, es decir, las disposiciones
relativas a la formación de ayuntamientos constitucionales de mayo y
julio de 1812 y sus aclaraciones de marzo de 1821. Formalmente se
mantenía la elección de ayuntamientos en los pueblos incorporados al
Distrito -que tendría un radio de dos leguas a partir de la "Plaza
Mayor", y la designación del gobernador era transitoria, en tanto se
aprobaban las leyes respectivas al gobierno del Distrito.
En el Constituyente de 1856-1857 se volvió a discutir
cuál debería ser la sede de los poderes federales. Se estableció
entonces al Estado del Valle de México como parte integrante de la
Federación, con un territorio mayor que el actual, pero se condicionó la
existencia de este estado al supuesto de que fueran trasladados a otro
lugar los poderes federales. En cuanto al gobierno del Distrito, se
estableció que los ayuntamientos existentes en su territorio,
particularmente el de la ciudad de México, deberían integrarse por medio
de elección popular. Lo que sucedió en esta asamblea constituyente fue
que, en el tema del gobierno del Distrito, una escasa mayoría más
moderada y conservadora se enfrentó con los liberales puros, quienes,
encabezados por Zarco, argumentaron que si la Constitución establecía a
cada nivel de gobierno su órbita de competencia, no habría conflicto de
soberanías y poderes al establecer el gobierno representativo del
Distrito y dar a sus habitantes los derechos políticos que tenían los
habitantes de los demás estados. Los moderados perdieron el debate, pero
se aprobaron sus dictámenes en los que el gobierno representativo en el
D. F. mexicano se limitó de nuevo a la elección popular de
ayuntamientos y se condicionó la existencia del Estado del Valle de
México. En esta decisión predominaron tanto las concepciones
constitucionales de "soberanías" y "poderes soberanos" entonces en boga,
como el temor que abrazaba a moderados y conservadores a la posibilidad
de que un liberal puro resultara electo gobernador del Distrito. Para
1877, la división política del D. F. estaba organizada en la
municipalidad de México y otras 20 municipalidades integradas en los
Distritos políticos de Guadalupe Hidalgo, Tacubaya, Tlálpam y
Xochimilco.
En los últimos años del siglo XIX y los primeros del
siglo XX, en el apogeo de la consigna "poca política y mucha
administración", para modernizar la ciudad y hacer frente a sus
crecientes problemas urbanos, Porfirio Díaz promovió una serie de
reformas relativas al D. F. En 1898 el Congreso sancionó el convenio
mediante el cual se establecieron los límites y el territorio actual del
D. F. Mediante una reforma constitucional en 1901, se suprimió la
elección popular de los ayuntamientos y de las autoridades judiciales
del D. F., y en 1903 se promulgó la Ley de Organización Política y
Municipal del Distrito Federal, en la cual el Congreso determinó que el
orden administrativo, político y municipal dependería del presidente por
conducto de la Secretaría de Gobernación.
Conforme a la ley de 1903, el Ejecutivo federal
estaría a cargo de la administración de las municipalidades del D. F.
por medio del Consejo Superior de Gobierno del Distrito Federal,
integrado por el gobernador designado del Distrito, el presidente del
Consejo Superior de Salubridad, y un funcionario denominado director
general de obras públicas. Todos estos funcionarios serían nombrados y
removidos libremente por el Ejecutivo. La seguridad quedaba a cargo de
una inspección general de policía, para todo el Distrito, y de las
comisarías de cada uno de los ayuntamientos. En 1900, la división
política del Distrito Federal estaba conformada por la municipalidad de
México y las siguientes prefecturas: Guadalupe Hidalgo, Atzcapotzalco,
Tacubaya, Coyoacán, Tlálpam y Xochimilco, en las cuales se integraban 21
municipalidades; pero, en virtud de la ley de 1903, se reorganizó la
geografía política del D. F. dividiéndose el territorio en 13
municipalidades: México, Guadalupe Hidalgo, Atzcapotzalco, Tacuba,
Tacubaya, Mixcoac, Cuajimalpa, San Ángel, Coyoacán, Tlalpan, Xochimilco,
Milpa Alta e Iztapalapa.
La preocupación fundamental de la ley de 1903 fue
lograr una mayor coordinación urbana y de servicios públicos en el D. F.
Se estableció que los ayuntamientos serían electos popularmente en
elección indirecta en primer grado, conservarían sus "funciones
políticas" y en lo concerniente a la administración municipal sólo
tendrían "voz consultiva y derecho de vigilancia, de iniciativa y de
veto" sobre proyectos y contratos. En las municipalidades "foráneas", es
decir, las poblaciones que no estaban en la cabecera de cada uno de los
trece ayuntamientos del Distrito, el presidente, por conducto del
secretario de gobernación nombraría un "jefe político", quien se haría
cargo del "gobierno y administración de los diversos ramos del servicio
público dentro de su circunscripción". Se eliminó la personalidad
jurídica de los ayuntamientos y se estableció que el gobierno federal se
haría cargo de "todos los bienes, derechos, acciones y obligaciones de
los Municipios del Distrito y de todos los gastos que demande la
administración política y municipal, según los presupuestos que apruebe
el Congreso de la Unión". Los ferrocarriles, telégrafos y teléfonos
urbanos existentes en el D. F., y todo lo concerniente a sus
concesiones, operación y obras de introducción o mejoramiento, pasarían a
la jurisdicción de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas; el
Consejo Superior de Gobierno y los ayuntamientos del Distrito, en estas
materias, se coordinarían con ella. Se establecía también que cualquier
persona podía reclamar ante el Consejo de Gobierno o ante la Secretaría
de Gobernación los actos, providencias y acuerdos de los funcionarios o
empleados encargados de los servicios públicos en el D. F. Al mismo
tiempo, el Congreso aprobó una iniciativa de ley, refrendada por
Limantour, en la que se incorporaban a la hacienda federal los impuestos
y rentas de los municipios del Distrito.
En el Constituyente de 1916-1917 ya no se discutió
cuál debería ser la sede de los poderes federales. La discusión más
importante se centró en el carácter electivo del ayuntamiento de la
municipalidad de la ciudad de México. Se estableció el D. F. como parte
integrante de la Federación, se sancionaron constitucionalmente sus
límites y no se modificó la disposición que marca que, en caso de
traslado de la sede de los poderes, el territorio del Distrito se
erigiría en Estado del Valle de México. Se mantuvo, sin discusión
alguna, la facultad del Congreso de legislar en todo lo relativo al D.
F., pero se prescribió que debía hacerlo de acuerdo con las bases
establecidas en la Constitución: la elección popular de sus
ayuntamientos, los que deberían contribuir tanto a sus gastos como a los
"comunes"; que los magistrados y jueces de primera instancia del D. F.
serían nombrados por el Congreso erigido para el caso en Colegio
Electoral, y debido al hiperpresidencialismo del Constituyente de
1916-1917 se estableció por primera vez en la historia a nivel
constitucional que el gobernador y procurador del D. F. serían
designados y removidos libremente por el presidente de la república.
A estas disposiciones constitucionales correspondió
la Ley de Organización del Distrito y Territorios Federales de abril de
1917, en la cual se enfatizaba la responsabilidad absoluta del
presidente de la república con respecto al gobierno general del D. F. y,
al mismo tiempo, se normaba la integración y el funcionamiento
político-administrativo de los ayuntamientos de elección popular
directa, aprobados por el constituyente para el D. F. y los Territorios.
Este primer ordenamiento posrevolucionario para el D. F. no fue
expedido por el Congreso sino por Venustiano Carranza, todavía en uso de
los poderes legislativos que detentaba como "primer jefe del Ejército
constitucionalista", y fue la ley vigente hasta la desaparición
constitucional de los ayuntamientos y de las municipalidades del D. F.
en 1928. Entre 1917 y 1928 el territorio del D. F. estuvo dividido en
los mismos 13 municipios que contempló la ley de 1903.
En la ley de 1917 destacaban puntos como los
siguientes: la aprobación del presidente de la república de los
nombramientos de los principales funcionarios del gobierno del Distrito;
la facultad del presidente de la república de aprobar todos los
reglamentos de los servicios públicos del Distrito; y la intervención
del presidente en el caso de que un ayuntamiento se resistiera a ser
fusionado con otro "cuando no pueda con sus propios recursos subvenir a
los gastos propios y a los comunes". Por lo que tocaba a seguridad, el
"mando supremo" del gobernador abarcaba a la policía municipal de la
"ciudad" -es decir, de la municipalidad de México- y a una policía
llamada "de seguridad" en todo el D. F.; en los demás ayuntamientos, la
policía municipal dependía directamente de ellos.
En cuanto a la integración y organización de cada uno
de los ayuntamientos, cabe mencionar que eran renovados por mitades y
sus integrantes podían ser reelectos; el ayuntamiento de la ciudad de
México se integraba por veinticinco miembros y los demás por quince; el
presidente municipal, era electo por mayoría del ayuntamiento para un
periodo de un año y no podía ser reelecto para el periodo inmediato. Por
lo que toca a sus atribuciones, los ayuntamientos tendrían "amplias
facultades" en "los asuntos de su competencia", pero las restricciones
eran muy claras: su presupuesto debía ser enviado al gobierno del
Distrito para que "con las modificaciones que tuviera a bien hacerle el
presidente de la República" se presentara al Congreso para su
aprobación; no podrían "contraer deudas, ni otorgar concesiones, ni
celebrar contratos obligatorios por más de dos años", salvo autorización
expresa del Congreso de la Unión; las obras de beneficio general para
el Distrito serían ejecutadas y conservadas por el gobierno de éste, las
que beneficiaban a un municipio por su respectivo ayuntamiento y las
que beneficiaban a dos o más municipios se prescribía que "se ejecutarán
y conservarán" por las municipalidades interesadas.
Por razones tanto políticas como de coordinación
administrativa y de desarrollo urbano, en abril de 1928 el ciudadano
Álvaro Obregón -candidato a la presidencia- envió una iniciativa de
reforma sobre el D. F. y solicitó a la Comisión Permanente que para tal
efecto fuera convocado el Congreso a un periodo de sesiones
extraordinarias. Con la sola oposición de los diputados del Partido
Laborista Mexicano, encabezados por Vicente Lombardo Toledano, fue
aprobada la iniciativa enviada por el ciudadano Obregón. Con ello se
modificaron sustancialmente las bases constitucionales sobre las cuales
el Congreso podía legislar en lo relativo al Distrito: se estableció que
el gobierno del D. F. estaría a cargo del presidente de la república;
se suprimió no sólo la elección popular de los ayuntamientos sino su
propia existencia y cualquier forma de gobierno representativo en la
sede de los poderes federales. En concordancia con las reformas sobre el
nombramiento y remoción de los miembros del Poder Judicial, promovidas
al mismo tiempo también por el ciudadano Obregón, se instituyó que los
magistrados del D. F. serían nombrados por el presidente, con la
aprobación de la Cámara de Diputados, y que los jueces de primera
instancia serían nombrados por el Tribunal Superior de Justicia del D.
F.
El punto esencial de esta reforma fue la supresión de
los ayuntamientos. No salió a la discusión ni el carácter del Congreso
como Legislativo local ni la facultad del presidente de designar al
gobernador o al procurador del Distrito. La argumentación del voto en
contra de la aprobación de la iniciativa, planteada por Lombardo,
consistió fundamentalmente en el reconocimiento de las necesidades
urbanas que imponían la supresión de las municipalidades, y se proponía
que ello se hiciera, pero estableciendo un solo ayuntamiento electo para
todo el D. F. con el propósito de hacer compatibles las necesidades de
coordinación urbana con el carácter representativo del gobierno de esta
entidad. En la Ley Orgánica del Distrito y Territorios Federales del 31
de diciembre de 1928, el gobierno quedó a cargo del presidente, quien lo
ejercería por medio de un órgano administrativo denominado Departamento
Central con jurisdicción en las antiguas municipalidades de México,
Tacubaya y Mixcoac, así como en las 13 delegaciones en las que fue
dividido el territorio de la entidad: Guadalupe Hidalgo, Azcapotzalco,
Ixtacalco, General Anaya, Coyoacán, San Ángel, Magdalena Contreras,
Cuajimalpa, Tlalpan, Iztapalapa, Xochimilco, Milpa Alta y Tláhuac. El
presidente de la república tenía la libertad de nombramiento y remoción
del jefe del Departamento del Distrito Federal, del procurador general
del Distrito Federal y, de acuerdo con el jefe del Departamento,
nombraba a los principales funcionarios de la administración central y a
los delegados políticos.
En el lapso de 1928-1993 ese fue el esquema básico de
gobierno y administración del D. F.: se trataba de un aparato
administrativo carente en absoluto de representación y responsabilidad
política; la responsabilidad de gobierno recaía exclusivamente en el
jefe del Ejecutivo federal. El mayor cambio, dentro de este marco, tuvo
lugar con la reforma constitucional de 1987, por medio de la cual se
estableció la Asamblea de Representantes del Distrito Federal como
"órgano de representación ciudadana", a la que se le confirió la
facultad reglamentaria que correspondía al presidente, de dictar bandos y
ordenanzas, así como todos los reglamentos relativos al D. F. Se le dio
también a la Asamblea participación en los nombramientos de los
magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, y la
facultad de iniciar leyes o decretos ante el Congreso de la Unión
únicamente en materias relativas al D. F.
En la reforma político-constitucional de 1993 se
estableció que la ciudad de México es el D. F., sede de los poderes y
capital de los Estados Unidos Mexicanos. Se sentaron además las bases
constitucionales para el establecimiento de un gobierno propio,
representativo del D. F., con responsabilidad y autonomía política
definidas. Ello bajo un régimen especial de gobierno en el que se
restituían parcialmente los derechos políticos locales a sus ciudadanos,
dado que la elección del jefe de Gobierno era indirecta; la Asamblea,
si bien adquiría la facultad de aprobar la ley de ingresos y el
presupuesto de egresos del D. F., sólo tendría las facultades
legislativas expresamente concedidas por el Congreso y, en lugar de
Constitución local, el Congreso expediría un Estatuto de Gobierno. Es
decir, no se dio participación directa a los ciudadanos del D. F. o a su
órgano Legislativo en la reglamentación de los derechos políticos
locales y en la regulación de su gobierno local.
La orientación general de la reforma de 1993 es fácil
de plantear. Por una parte, la posición que sostenía el núcleo
conservador de la administración salinista era la de preservar en lo
fundamental el estatus jurídico-político del D. F. establecido desde
1928, con algunos cambios que "respondieran al reclamo democrático" y,
por la otra, los partidos opositores demandaban la instauración del
estado 32, en la cual se concretaba la exigencia de dar al D. F. el
mayor grado de autonomía posible dentro de nuestro sistema
constitucional. Entre estas posiciones irreconciliables, en el proceso
de negociación de la reforma, se fue construyendo un camino que a la vez
que creaba las bases constitucionales del gobierno propio del D. F.,
establecía también mecanismos de coordinación entre el gobierno federal y
el gobierno local. El punto de partida para el diseño institucional fue
la oposición determinante que el presidente Salinas presentó con
respecto a la elección directa del jefe del Ejecutivo local. A partir de
ese dato "duro" se planteó un sistema de elección indirecta y se
establecieron cuestiones como la intervención del presidente en el
nombramiento del jefe de seguridad pública y del procurador del D. F.;
las facultades del Congreso de emitir el Estatuto; el sistema de
facultades legislativas expresas y la atribución del órgano Legislativo
federal de aprobar los términos de la deuda pública de la administración
local. En el marco de una representación política construida
indirectamente, en la que participaban el electorado, el Ejecutivo
federal y la Asamblea, sí podía ser funcional el establecimiento de este
tipo de mecanismos de coordinación con el gobierno federal y de límites
a la autonomía del gobierno local.
En lo que se refiere a la organización territorial
del gobierno y la administración de la ciudad, en la reforma de 1993 se
establecieron las bases de integración por medio de elección directa de
un "consejo de ciudadanos" en cada demarcación territorial, para que con
ello interviniera en "la gestión, supervisión, evaluación y, en su
caso, consulta o aprobación" de programas de la administración pública
de la ciudad en cada una de las demarcaciones. A pesar de que los
partidos políticos demandaron exclusividad en la participación electoral
para integrar estos consejos, se consideró que el sistema de elección
directa era suficiente ventaja para que ellos predominaran en estos
órganos de democracia representativa y no se adoptó la exclusividad que
los partidos querían, con el objetivo de no coartar los derechos de
asociación y representación política de los ciudadanos y permitir el
derecho de los electores de una demarcación a asociarse y presentar sus
propios candidatos. En relación con la elección del futuro órgano de
gobierno delegacional, una vez establecido el carácter de órganos de
representación de estos consejos y dada la correspondencia que debe
existir entre legitimidad y ejercicio de responsabilidad pública
autónoma, en 1993 se dejó a la legislación secundaria, que
posteriormente se elaboraría, tanto el sistema de elección del órgano
responsable del gobierno de las demarcaciones político-territoriales
como el nivel de desconcentración o de descentralización de la
administración pública de la ciudad.
Estos consejos delegacionales fueron concebidos en
realidad como el germen de los cabildos que ahora se proponen, sin
embargo, al elaborarse la Ley de Participación Ciudadana se cometió el
absurdo de tratar de convertir estos órganos públicos de representación
-dada la forma de integración y las facultades que tenían establecidas
en la Constitución- en instituciones de "participación", y en 1995, ante
la certeza de que el PRI sufriría importantes derrotas en la primera
elección de estos consejos, se eliminó formalmente la participación de
los partidos políticos, además de que, a pesar de que sus integrantes
recibirían un sueldo y tomarían decisiones públicas, se estableció que
no eran autoridades, lo cual pervirtió aún más su naturaleza y explica
la facilidad con que fueron disueltos.
La reforma política de 1996 estableció la elección
por voto universal, libre, directo y secreto del jefe de Gobierno y de
los titulares de las demarcaciones territoriales. Con ello se resolvió
la demanda de que el jefe del Ejecutivo en la ciudad y los órganos de
gobierno de las demarcaciones fueran integrados con el mayor grado de
representatividad. Sin embargo, volvió a predominar el presidencialismo
anacrónico que tanto había defendido en 1993 el núcleo duro de la
administración salinista, y se acentuó una absurda concepción de
gobierno local del D. F. "concurrente", en el que el gobierno local, al
mismo tiempo, está a cargo de los "Poderes Federales" y de los "órganos"
Legislativo, Ejecutivo y Judicial locales. No se introdujeron los
cambios en materia de autonomía y responsabilidades que eran necesarios
para dar al D. F. una estructura coherente de gobierno, correctamente
sustentada y no sujeta a maniobras, de acuerdo con el nuevo carácter
representantivo de las autoridades delegacionales.
Como puede observarse, en este resumen de la
evolución jurídico-política del D. F., las preocupaciones sobre cómo
organizar el gobierno del D. F. han sido constantes y las soluciones
adoptadas han tenido variaciones en el tiempo. Con respecto a la
extensión de su territorio se debe destacar que nunca se pensó en un
área reducida, ya que el radio de dos leguas estipulado en 1824
significa un diámetro de 20 kilómetros y abarca una superficie de 380
kilómetros cuadrados; por otra parte, el problema de los límites con el
Estado de México se resolvió hasta 1898, y, desde hace décadas, este
asunto ha adquirido un nuevo carácter en virtud del crecimiento continuo
de la ciudad sobre el territorio de los municipios conurbados del
Estado de México. En lo que se refiere a la relación del D. F. con la
Federación y a los derechos políticos locales de los habitantes del
mismo, si bien desde 1857 se le reconoció a aquél el carácter de entidad
integrante de la Federación, por circunstancias políticas y económicas
se impidió la existencia de un gobierno representativo local; pero, una
vez que se ha abierto el paso a la existencia de éste, es necesario
consolidar su autogobierno como entidad federativa sin menoscabo de que,
por su carácter de ciudad capital, se establezcan algunas disposiciones
especiales. Y, por último, en lo que se refiere a la organización del
gobierno territorial, aún cuando hubo ayuntamientos éstos fueron
organizados de manera que respondieran a las necesidades de coordinación
urbana, por lo que se contemplaban disposiciones particulares sobre
financiamiento y realización de obras, patrimonio, seguridad, etcétera,
es decir, el problema no residía en los ayuntamientos en sí mismos sino
en cómo organizarlos.
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